Adivina quién viene a cenar (El tuerto y ser feliz)

Cuesta escribir algo cuando lo que se debería es dejar de hablar y volver a hacer. Cuando sólo tienes preguntas y ninguna certeza. Pero se hace imprescindible cuando las preguntas surgen porque una obra de teatro -ese apasionado espacio de resistencia-, te mueve (te con-mueve).

Los debates sociales en el teatro no son nada nuevo, las problem play del siglo XIX se caracterizaban por su intención de confrontar al espectador con los dilemas experimentados por los personajes. Esos dramas planteaban una serie de cuestiones sociales, a veces se acercaban al sujeto de una manera moralista, otras de modo sentimental. Ibsen, por ejemplo, combinaba la penetración fisonómica y psicológica , haciendo hincapié en temas sociales de actualidad, por lo general concentrados en los dilemas morales de un personaje central. Pero el protagonista de “El rey tuerto” –portentosamente interpretado por Alain Hernández– no se plantea dilemas morales. Y aquí ya no estamos frente a un drama, sino frente a una negrísima y brillante comedia que, sin embargo, nos golpeará de una manera tan inesperada como contundente.

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Marc Crehuet, el director y autor de este montaje incisivo, certero, divertidísimo, despliega con sus personajes una dialéctica implacable y rabiosa, impetuosa y necesaria. Y consigue -siguiendo una larga tradición de teatro político en tanto que sistema que produce imágenes y representaciones sociales relativas a las estructuras de poder- plantear con inteligencia un tema actual, para que el espectador hable y piense en él aún varios días después de verlo.

«El rey tuerto» tiene en su punto de partida elementos que podrían conducir fácilmente a una visión maniquea del asunto (un antidisturbios y su solícita pero inquieta mujer reciben a cenar en su casa a la virtualmente reaparecida amiga de la infancia y su pareja, que resulta ser un manifestante al que el mosso d´esquadra le quitó el ojo con una pelota de goma). Pero los cinco apóstoles de Crehuet destilan el talento y la complicidad necesarios para hacer de esto algo verosímil, honesto y potente, en un texto que exprime cada propuesta hasta el fondo y que sorprende con cada giro.

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No se dejen engañar por lo aparentemente estereotipado de los personajes. Brecht también rechazaba los héroes individuales y prefería usar distintos estereotipos sociales (el soldado, el banquero, el obrero, etc.) antes que personajes con características individuales, enfatizando en los fenómenos de colectivización de la sociedad postindustrial.  Aquí también se pondrán en juego recursos que inviten al ejercicio de la autorreflexión crítica. El montaje interroga al espectador sobre sus propias elecciones. Y aunque aquí no hay distanciamiento, ¿qué papel juega el político (inquietantemente jugado con solvencia por Xesc Cabot) que atraviesa literalmente la escena, sino el de enrarecer y extrañar cada vez más –hasta llegar a una frenética danza africana- un código en apariencia casi televisivo; qué rol sino el de avisarnos de que esto que veremos será mucho más que una sit-com teatralizada?

Porque el timing de la comedia es fundamental y aquí está perfectamente sostenido. Crehuet sabe de eso: basta espiar algunas de sus criaturas en la televisión catalana como «Pop ràpid« o «Green Power«, para reconocer las huellas del mejor humor inglés, también presentes en «El rey tuerto». Inglés, sí, y aún así nos sentimos profundamente reconocidos. Porque aquí ya no necesitamos, como en Brecht, mantenernos distanciados para reflexionar. Aquí (y ahora) la identificación emocional es posible (y necesaria) para que los espectadores cuestionemos aquello que está naturalizado, dejando zonas abiertas y mostrando contradicciones.

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En «El rey tuerto» no sólo hay crítica social, diálogos ácidos y reflexión política. También hay conflictos de pareja. De un lado, David, el policía o “especialista en gestión de masas”, y la consecuente Lidia, que busca algo aunque no sabe qué, viven en su orden aparente. Pero pronto entenderemos que Lidia (fascinantemente expresiva, enorme Betsy Túrnez), como la Norah de Ibsen, nunca fue feliz allí, sólo de buen humor. Y del otro, la pareja de “adultescentes” concienciados compuesta por Ignasi (deliciosa composición de ese ser desolado y cínico hecha por Miki Esparbé) y Sandra (maquiavélica hipster eficazmente interpretada por Ruth Llopis) que están perdidos y frustrados. Hasta los antisistema son ya parte necesaria, incluida en el sistema, fagocitada por él para que todo siga igual. Y entonces las preguntas estallan. Preguntas sobre la posibilidad de cambio, sobre la elección, sobre la responsabilidad, sobre la felicidad.

Alain Hernández encarna con su antidisturbios desorientado aquello que decía Adorno de que  el artista puede funcionar como un sismógrafo y ser capaz de ver y relevar las resonancias no visibles, las dimensiones conflictivas de lo social.  David, puro cuerpo, puro impulso, (ojo puesto en todo, ya ni sabe lo que ve), pasa de la contundencia a la fragilidad absoluta. Y nosotros… nosotros también hemos estado demasiado tiempo sin hacernos preguntas.

Y hoy, cuando ya hemos mirado tanto y visto tan poco, cuando estamos saturados de una política tan pornográfica, hoy sí necesitamos que nos conmuevan y nos confronten con nuestras contradicciones. Y esta lúcida comedia lo consigue. El punto ciego (lo visible preñado de invisibilidad, diría Merleau Ponty) de «El rey tuerto« es atisbar con tristeza que pese a su actualidad, es una obra en un sentido ya caduca. La gente ya no protesta en la calle con la misma fuerza que hace un año atrás, la masa cargada de furia ya no es tal. Hemos vuelto a quedarnos en casa, a protestar por internet. Lo normal. Lo legal. La domesticación. Si los personajes se sientan junto a nosotros porque creen que de observar tanto, alguna respuesta tendremos, será entonces una cuestión vital seguir derribando certezas, volver a hacer las preguntas necesarias.

«El rey tuerto«, de Marc Crehuet.

Hasta el domingo 27 en la Sala CNC Mirador.

leandro

Foto de la manifestación del 25-S de 2012 (Sergio Pérez, Reuters) Portada de Público

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Nota al pie (de escenario)

Curiosamente, en la misma semana he visto «Julia«, de los brasileños Vértigo Teatro, dentro del excelente ciclo del Centro Dramático Nacional «Una mirada al mundo». El final de este montaje podría ser espejo del final de «El rey tuerto», por multiplicador de sentidos y por intensidad. La actriz, casi literalmente, me movió el piso (como decimos en mi tierra ante estas experiencias sísmicas provocadas bien por un enamoramiento, bien por un hecho artístico movilizador), la actuación de Julia Bernat es potente, feroz, urgente. Un amigo que no pudo ir me pidió que le escribiera sobre el final, ya que de todas maneras no podría verla. No creo que las palabras puedan transmitir la asombrosa comunión experimentada. Le escribí: Va a la médula del asunto. El final, la actriz, desarmada, con más verdad que nunca, sentada al borde del escenario, dice mirando a público: «Ahora en Strindberg, ella se suicida. Pero AQUÍ, en este teatro, AHORA, ¿qué hacemos?»  Y la pregunta te golpea en el pecho. Y el público responde. Y ella nos sigue mirando. Finalmente en la pantalla gigante, detrás, Julia se suicida en el agua. Su cuerpo fugaz, sus tacones rojos. La sangre se expande. Pero la actriz nos mira, y nosotros nos seguimos preguntando por el aquí y ahora. 

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About teatrorama

Verónica Doynel. Gestora cultural, programadora y productora de artes escénicas, cineseriéfila y lectora voraz. Puro teatro, vamos. En algún punto, tomando la acepción japonesa de "crisis" como peligro/oportunidad, asumí mi desorden de personalidad múltiple y me hice freelance. Ah, el discreto encanto de la autonomía. Como me falta tiempo, escribo. O lo intento. Soy porteña en Madrid. O lo intento. PD: Miembro fundadora del grupo #Tuiteatreros, integrado por espectadores entusiastas que comparten sus impresiones vía Twitter.

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